En el calor sofocante del mes de agosto la aguja del reloj
de la solana se iba aproximando con toda la parsimonia del mundo a la hora
señalada, mientras marcaba su paso marcial y acompasado con el aburrimiento
indefinible del tiempo que no se acaba. Cuando finalmente daba su voz de aviso,
mediante cuatro solemnes toques tantas veces ensayados, era el momento de levantarse,
desperezarse y entrar en la cocina vieja a repetir la cotidiana escena de la
molienda del café nuestro de cada día.
Envueltos en el frescor y la semipenumbra del centenario
recinto, tras los pactos oportunos para ver quién se encargaba de accionar la
manivela, el vetusto molinillo comenzaba a prensar aquellos granos,
acristalados y oscurísimos, que crujían y gemían bajo la acción demoledora del
engranaje. Había tres «siempres» inquebrantables: «siempre» café torrefacto, «siempre»
café Candelas, «siempre» recién molido. A medida que progresaban los giros del
molino, el cajoncillo de madera se iba llenando de aquel polvo tostado que
desprendía un aroma inconfundible y atrayente, incluso para nosotros, los
pequeños de la casa, autorizados a rompernos la crisma y descalabrarnos con la
bici; a despellejarnos las rodillas y llevar las uñas de luto; y a los que nadie
se hubiera atrevido a negar su participación en el sagrado rito vespertino del
café, del que no se privaba ni a la perra.
Mientras el aire de la cocina se iba llenando de vida, de
promesas y tentaciones, la vieja cafetera tomaba posiciones sobre el fogón para
obrar el milagro de convertir el delicioso perfume en un aromático y ardiente
elixir de dioses, que todos compartiríamos en obligada comunión. Para el abuelo,
su café con leche, en vaso de duralex y poco azúcar; para la abuela, su pocillo
de hierro esmaltado lleno hasta la mitad con un café «dulce como el amor, caliente
como el infierno y negro como el pecado»; para nosotros, tazas de plástico, más
o menos oscuro el café en función de nuestra edad y picardía a la hora del
reparto. De vez en cuando, una cucharadita furtiva al café negro de la abuela,
que sabía mejor que ninguno. En las raras ocasiones en las que había leche
condensada la fiesta diaria se convertía en festival.
Acompañados del respectivo bebedizo, salíamos a tomar el aire,
protegidos por la sombra del castaño. Sobre las mantas viejas y los mullidos
cojines de espuma, mientras observábamos el vuelo acrobático de una pareja de
águilas, cortábamos el paso de las hormigas arrullados por el zumbido de las
laboriosas abejas —las únicas que trabajaban a aquella hora—, aparecía por fin
Celia del Tereso, subiendo ligera la cuesta, fiel al silbido de la cafetera o a su reloj
biológico. Nunca faltaba a la cita, a la que acudía aportando un puñado de
avellanas que sacaba del mandil a cuadros cual prestidigitador conejos de la chistera. Haciéndose
de rogar lo justo, según los cánones del buen invitado, aceptaba al tercer
ofrecimiento, un café con mucha leche y tres cucharadas de azúcar, quizás
cuatro, que revolvía satisfecha mientras recuperaba en la memoria coplas y
cantares, dimes y diretes, que entremezclaba con afirmaciones categóricas como
«¡Toma, claro!» y risas en las que faltaban dientes y sobraban razones.
Celia, con su trenza infinita del grosor de un pincel, esas
manos desproporcionadamente grandes para su pequeña estatura, cuyos dedos se
retuercen como sarmientos por el trabajo de décadas y los estragos de la
artrosis; Celia, con su sonrisa pícara y sus oídos despiertos a noticias y
desgracias; Celia, sentada en la manta con sus piernas de alambre estiradas y
enfundadas en negras medias de lana; Celia, que nunca faltó a la cita del café,
hace tiempo que ya no acude al ritual encuentro. Son ciento dos, ¡ciento dos años de vida! los que hoy cumple nuestra Celia, y aunque la desmemoria ha podido
con la costumbre y los recuerdos, quién sabe si en algún atisbo de claridad, a
eso de las cuatro de la tarde, no volverá, aunque sea por un instante, a saborear
aquellos cafés en su ajada memoria. En
la casa del Roxo, en cualquier caso, nos seguimos acordando de ella cada tarde cuando
el silbido de la cafetera llama a revista... ¡Feliz cumpleaños, Celia, y
gracias por tantos momentos inolvidables!
1 comentario:
Felicidades Celia y d parte de mi padre Jose Luis de casa Viuda
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